Después del apocalipsis, una era en la que el ser humano dejaría de ser su propio depredador.
Por: Ricardo Silva Romero
La gracia del fin del mundo es que todo siga después. Hacia el final de los años ochenta, cuando la guerra colombiana estaba en todas partes, vimos en el sótano de la clase de Religión un documental malévolo –narrado por el perverso Orson Welles– que empezaba por llamarse Las profecías de Nostradamus, “el hombre que vio el mañana”. “Déjenme advertirles que estas predicciones no son nada reconfortantes”, señalaba Welles en el principio. Y luego, durante noventa minutos sin treguas, se nos vaticinaba allí un siglo XXI resignado a la Tercera Guerra: un par de torres derribadas, una confrontación global que partía del río que divide Ucrania, un anticristo que destruiría Europa. Vendrían sangre y fuego, y luego nada. Y, después del apocalipsis, una era en la que el ser humano dejaría de ser su propio depredador.
Digo esto porque en las noticias de esta semana ya no hay futuro, ya no hay agua, ya no hay luz, ya no hay cómo evitar el imperio de la inteligencia artificial, 32.623 palestinos y 1.200 israelíes han sido asesinados en el horror oficiado en Gaza, Zelenski ruega que no dejen a Ucrania sola, Irán responde al ataque de su consulado en Siria e Israel recupera algo del apoyo que ha perdido Netanyahu, y no hay cómo serenar a nuestro Presidente que, más dispuesto a vaticinar el Armagedón que a cumplir esperanzas, sigue convenciéndose de que la enorme marcha del domingo no es una marcha de “el pueblo”, sino de “la oposición”: yo, que creo en las causas progresistas, veo marchar a millones de colombianos que quieren atajar sus peores presagios.
Tampoco el desangre colombiano ha
despertado a la especie.
Se vio venir el fin del mundo en los años 1000, 1504 y 1524. El explorador Cristóbal Colón, que fue testigo de los precipicios de la Tierra, calculó que ocurriría sin falta en 1658. Durante trece días de octubre de 1962 se dio por hecho la debacle nuclear. Y en el final del siglo XX el locutor cristiano Harold Camping llegó a profetizar cinco fechas distintas para el Día del Juicio Final, las películas de desastres, de Las profecías de Nostradamus a El día después, retrataron sin atenuantes la ruina por venir, y el país nuestro se redujo a una suma de puntos de encuentro por si volvían a atacar esos narcos fundamentalistas que empezaron su trama macabra siendo amigotes pintorescos –dicen los archivos desclasificados por la NSA– de tantos políticos colombianos. En fin: las noticias de estos años les dan la razón a los miedos y a los vaticinios.
Valga recordar, sin embargo, que la literatura apocalíptica, desde el Libro de las Revelaciones de la Biblia hasta las novelas distópicas, suele conducirnos a una moraleja que les devuelve el prestigio a las moralejas: la gracia de todo fin del mundo es que desentierre la vocación a la vida. Por supuesto, es increíble, o sea humano en la peor de las acepciones, que dos guerras mundiales no hayan sido suficientes para entender que el anticristo no es solo el megalómano de turno –Hitler, Stalin, Putin, Trump– sino la complicidad de las sociedades con la subyugación y el exterminio. Tampoco el desangre colombiano ha despertado a la especie. Pero cuando uno lee y ve y oye estos relatos del acabose, por ejemplo, cuando se tropieza con La guerra de los mundos o con el verso de T. S. Eliot “así se acaba el mundo: no con estruendos, sino con lamentos”, nota que vivir es resistirse al horror y captar la belleza.
Welles, que en 1938 creó pánico en los oyentes que creyeron que su adaptación radial de La guerra de los mundos era el noticiero de verdad, termina la película de Nostradamus con la promesa de mil años de paz: se nota, en su hastío risueño, que sospecha que el fin del mundo no es el fin de la Tierra, sino el fin la depredación, y que el alivio no nos ha venido en gana.
Publicado en El Tiempo – 19 de abril de 2024
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