No lo puedo negar: siento una envidia malsana por quienes han logrado, con heroísmo y entereza, mantenerse al margen de las redes sociales y su bombardeo incesante. Sé que es difícil creer que pueda haber gente así, pero la hay: seres felices y serenos, de las más variadas condiciones y nacionalidades, que lo ven todo con distancia y curiosidad, intrigados por lo que les llega del mundo virtual pero sin morder jamás esa manzana del pecado original.
Por: Juan Esteban Constaín
Resulta inconcebible esa gente que no tiene teléfono inteligente y no vive pegada de él, no está ansiosa viendo todo el tiempo Twitter o Instagram ni sabe que Twitter ya no se llama así sino X, dizque X, habrase visto semejante pelotudez. En muchos casos parece una pose de refinamiento y sofisticación, un alarde de importancia, pero por lo general es una actitud sincera y natural, la prueba reina de que al final nada de eso (de esto) es necesario ni esencial.
Por muchas razones, yo no podría vivir así. Mejor dicho: ya me fui por el despeñadero de las redes y los memes y no hay nada que pueda hacer, de ahí la envidia y la admiración que me producen quienes han logrado evitarlo, además sin esfuerzos ni desgarramiento, sin privarse de nada, porque lo que uno nota en esa gente es su absoluta libertad, la sensación de que su día es así porque no podría ser de otra manera, sin superioridad moral ni arrogancia ni humillar.
Qué envidia no enterarse, pienso a veces,
qué dicha no saber.
Pero hay algo que sí determina una frontera espiritual, un verdadero abismo estético y moral entre esa gente y los demás. Me refiero a la dicha de no enterarse de una cantidad de cosas horribles que circulan por el mundo digital y lo inundan y contaminan sin remedio, lo definen, casi, a la par con el vértigo de las noticias y la información, las opiniones desaforadas, los chistes, la avalancha sin sosiego de hechos que ocurren en todas partes a cada segundo.
Y cuando digo “cosas horribles” no hablo de obscenidades ni groserías (más bien un alivio, llegados a este punto), crímenes atroces en vivo y en directo, ultrajes a animales u otros seres indefensos, sucesos surreales que sin embargo pasan todo el tiempo. No. Me refiero a la intromisión en nuestra vida de noticias y nombres que por ningún motivo habríamos querido conocer pero que se nos cruzan y nos roban una porción no menor de nuestro tiempo.
Qué envidia no enterarse, pienso a veces, qué dicha no saber. Se perderá uno de cosas magníficas o urgentes o necesarias, sin duda, pero me parece un precio más que justo por no estar al tanto de tantas miserias que, sin darnos casi cuenta, sin poder frenar ni conjurar su presencia voraz e inexplicable en nuestras vidas, nos invaden y corroen, nos van quitando una porción irrecuperable de decoro y dignidad, de una tranquilidad para siempre abolida.
Buena parte de las llamadas ‘tendencias’ de las redes sociales son un catálogo exhaustivo de lo que digo: gente que antes ni siquiera sabíamos que existía y que no nos significaba nada y ahora sí; reyertas que no nos importan pero en las que ahondamos, a veces hasta las últimas consecuencias, por pura inercia, por el espíritu mórbido que nos va devorando cuando estamos frente a la pantalla; voceros de delirios que de alguna manera nos dañan el día… Y así.
Quizás parezca una opinión neurótica, huraña, anacrónica, absurda, exagerada, injusta, histérica; lo sé, lo es. Y ya digo que en mi caso puede más la costumbre que el amor porque yo sí estoy en las redes y las frecuento a diario, incluidos sus peores antros, sus rincones más oscuros y torvos. Pero el otro día vi a alguien de verdad así, un ser feliz que no se entera casi de nada, salvo por lo que de vez en cuando le llega como un eco muy lejano.
Comprobé entonces que sí se puede no saber, la envidia que tengo es cada vez peor.
Publicado en El Tiempo – 18 de abril de 2024
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